31 agosto 2006

Editorial en forma de poema para chamos lectores de editoriales (en forma de poemas)


Como todo ser humano
que se precie de estar vivo
los hermanos Chang
tienen un par de sobrinos.

De las hermanas pantaleteras
son vástagos esta par de chicos
y ni les contamos de las rabietas
que se lanzan los muy bandidos.

Como de vacaciones estamos
y las hermanas en París
a los hermanos le tocaron
los chamitos en cuidado.

¿Y cuáles, tú me dirás,
eran las lógicas opciones
para los chinos jefazos
en estas largas vacaciones?

“Testafelo para qué te quielo
Sáquese la pavoselía
ciele la funelalia
y monte una juguetelía”.

No contentos con el negocio
los sobrinitos endiablados
después de revolver el sitio
pidieron cuentos para chamos.

Nosotros que nada sabemos
de brujas, hadas y dragones
llamamos a nuestros amigos
y le solicitamos perpetraciones.

Ahora, aquí les presentamos
un poco de cuento y poesía
ensayos, ilustraciones
y más de una tropelía.

A la manera de los Chang
nuestra versión de la infantil
que no es que ande derechita
sino más bien fuera del carril.


Santaella y Urriola (maestros jugueteros)

30 agosto 2006

Poemas de Rubén Martínez Santana


PABLITO Y LOS DRAGONES

Pablito es mi amigo,
estudia en mi salón
y su más grande sueño
es volar sobre un dragón.

Tiene sus cuadernos
repletos de dragones
que pinta todo el tiempo
con todos sus creyones.

¡Avíspate Pablito que te van a raspar!
¡Mañana hay un examen y tenemos que estudiar!

Pablito me hace caso.
Viene a estudiar conmigo
pero a cada momento
el estudio interrumpimos.

Y es que Pablito dice
que dentro de los libros
dragones voladores
están haciendo un nido.

¡Avíspate Pablito que te van a raspar!
¡Mañana hay un examen y tenemos que estudiar!

El día del examen
sacamos “excelente”.
Como él había estudiado
la maestra estaba alegre.

Entonces, de repente
en el techo del salón
se abrió un enorme hueco
y se asomó un dragón.

¡Avíspate Pablito, que te van a dejar!
¡Ya terminó la clase! ¡Ahora es tiempo de volar!



LA NIÑITA DE AL LADO

A mi lado siempre se sienta
una niñita que me recuerda al sol.
Mi salón se hace más lindo
cuando ella pasa a borrar el pizarrón.

Esta niñita
no es fea ni bonita.
Me gusta cuando ríe
(dientes de leche tibia).

Durante el recreo
caramelos, cada día
le dejo en el pupitre
cuando ella no me mira.

El recreo me parece largo
pues sólo en clases me atrevo a ir a su lado.
Pero de lado la tapan sus colitas...
y yo quisiera verla a los ojos todo el día.

Y aunque así la lección me perdería
yo creo que mi maestra
me entendería.



SEÑOR PERRITO

Señor Perrito es mi perro.
Le puse así para darle
más importancia y respeto
ante otros perros más grandes.

Es muy amigo del gato.
Le tiene miedo al ratón.
Duerme en cajita de fósforos
y su plato es un botón.

Un día fui a la escuela
y cuando a la casa volví
silbé llamando a Perrito.
En todas partes busqué y no lo vi.

Pasé unos días muy triste
pensando en lo lindo que era.
De pronto escuché unos ladridos...
¡Venían de la nevera!

Se había hecho amigo del buen ratón
que lo había invitado a comer.
Sin ver, por ir comiendo, cayó
en un hueco del queso gruyer.

Señor Perrito es mi perro.
Es un perro tan chiquito
que pasear por mi bolsillo lo deja agotado.
Lo baño con una gota.
Lo seco con un soplido.
Es una buena mascota.

La fórmula de la felicidad

Mireya Tabuas

(Ilustración de Julián Cicero)


Quiero hacer una bomba. Lo confieso públicamente. Si me arrestan, lo diré ante los policías y lo repetiré ante el juez si es preciso. Quiero hacer una bomba, señores. Si quieren lo pongo por escrito. Hago mi testamento, que quede certificado ante la ley de la selva. No vayan a acusar a nadie más, yo soy el autor intelectual. Quiero hacer una bomba, sí señor. Pero no deseo que muera nadie. En realidad los quiero. A ambos. Sólo quiero hacer una bomba para que me dejen tranquilo. No quiero más crisis en Ciudad Gótica. No quiero estar más en medio de la tercera guerra mundial. No quiero hacerme más … (pipí, qué pena) en la cama por eso. Ya tengo 9 años. Tengo que tomar las riendas de mi vida. Soy grande.

Quiero fabricar un arma para volverlos buenos. En realidad, no sé, eso hay que explicarlo mejor. Ellos son buenos, superbuenos, tienen trabajos importantes, les gusta comer sushi, compran galletas de las que me gustan, saben nadar, sólo que no se pueden juntar porque estallan. Quiero fabricar un arma para que sean pacíficos, para que saquen la banderita blanca y se saluden, como saludan a los vecinos aunque les caigan mal o a mis abuelos aunque a veces les fastidien porque siempre hablan del dolor de espalda. Un arma que no estalle, pero que los aleje. Que los calme. Que haga shhhhhhhhhhhh. No quiero una bomba nuclear. No quiero acabar con el mundo entero. Con las bombas nucleares se mueren los malos, eso sí y está muy bien porque uno podría acabar de una buena vez con el Guasón para que deje de fastidiar a Batman, pero también se mueren los niños y los perros chiguaguas y las señoras que venden chucherías en la avenida. Se morirían mis pericos y las vacas –no habría hamburguesas-, y eso sería muy malo porque no me ganaría los juguetes que vienen con las hamburguesas. Sólo sobrevivirían las cucarachas. A mí me da igual salvar a las cucarachas, uno no puede jugar con ellas porque le dicen a uno cochino. Claro, mi mamá me agradecería. Las odia. Ah, probablemente también sobreviviría mi bisabuela porque tiene casi 100 años y ella dice que es inmortal y yo le creo. Yo le pedí su secreto porque también quiero ser inmortal y saludar a mis tataranietos. Se lo dije la última vez que fui a verla a la casa ésa donde ella vive, donde guardan a los viejitos. Casi todos allí están chuecos. Menos mi bisabuela, porque ella es inmortal, ya lo dije. Ella me explicó, me dijo que era inmortal porque había vivido la guerra española y también porque después comió mucho jamón serrano. Yo como mucho jamón serrano. Y también sé de guerras. Así que puedo ser inmortal como ella. Yupi. Quiero ser inmortal cuando crezca.

Claro, con una bomba nuclear moriría de una vez por todas el coyote y dejaría tranquilo al correcaminos y eso es bueno para la salud de la naturaleza y para hacer fracasar el negocio de Acme. Pero insisto. No quiero acabar con el mundo. Es un bonito lugar. Por ejemplo están las cebras, rayadas, libres, vegetarianas, corriendo por la selva sin meterse con nadie. Me caen bien las cebras. Los seres humanos deberían venir así, a rayas. Están los helados de chocolate, preferiblemente con una cereza arriba, que preparamos en casa. Y también están los carritos que venden helado con su musiquita y está el abuelo Lelé que le compra a uno la barquilla más grande. Están los dientes blanquitos de Eloísa, la muchacha del tercer piso que ya está en bachillerato, y que me saluda en las mañanas aunque yo sólo esté en cuarto grado. Claro, están las clases de inglés de la ticher Jelen que le echan a perder a uno el amor por el planeta Tierra y sus alrededores, pero tampoco hay razones para acabar con la humanidad porque ella le ponga a uno 06 en los exámenes y lo dejen a uno castigado en el cuarto todo el fin de semana por eso. El mundo vale la pena. Claro que sí. Tengo a mi tortuga Arena, por ejemplo, que es la reencarnación de un pirata porque tiene un ojo sí y el otro no. Suerte que tiene Arena que carga su propia casa a cuestas y se encierra dentro de ella y no se entera de nada de lo que aquí pasa. Claro, ella no es inmortal. Mi bisabuela y yo sí.

Quiero crear una fórmula para evitar la guerra. Una bomba sólo frena-rabiosos. Que se queden como si estuviesen jugando a la ere paralizada pero sin que nadie les toque jamás. Paralizadas las bocas, eso es importante. Paralizadas las bocas. Quizás si uno junta miel y leche condensada y crema batida y todo lo mete en una pistola de agua y va y los inunda con esa mezcla, pase algo –aparte del castigo-. Algo muy dulce debería acabar con las batallas, porque las batallas son saladas, estoy seguro, porque se parecen a cuando uno llora, que también es salado. Entonces no habría guerra aquí. Y todo olería a torta recién salida del horno como cuando voy a casa de la abuela Tina. Ya sé, eso sonó como a fantasía de niñito de primer grado. A quien se va a ocurrir que el azúcar es tan poderoso, que acaba con el odio que sabe a remedio para la fiebre. Y a caca. Aunque nunca he probado la caca. Asco.

Una fórmula para que no se vean. Eso puede ser. Una goma de borrar gigante que borre a uno del mapa cuando aparezca el otro. Un muro alto como una montaña donde no puedan trepar. Una cárcel de ésas donde encierran a los criminales más buscados y les ponen la comida por debajo de la puerta -claro, una celda para cada uno-. Una jaula de zoológico y que haya público y los vea y les dé pena, o mejor una pecera, para que no puedan hablar. Sobre todo para eso, para que no hablen. Yo los iría a visitar, lo prometo. Les llevaría eso tan asqueroso que tanto les gusta: salsa inglesa, aguacate, pimientos picantes, ensalada de palmito. Eso sí, cero cigarrillos. Prohibido fumar.

O una fórmula para que huyan de mí. Para que no me metan en sus cosas. Podría llamarse la fórmula guácatela. Puedo comprar peo líquido en la casa de bromas y echármelo encima para que no aguanten el olor y salgan espantados. O regar sobre mí el bote de basura que está en la cocina y frotarme duro los pedazos de cebolla podrida o de huevo. O mejor dejo de bañarme. Más nunca. Eso sí me gusta. Dejo correr la regadera y espero afuera y listo. Comenzaré a oler. Así no querrán estar conmigo. Así no me halarán del brazo. Así no me preguntarán ni me pondrán a escoger. Claro, son tan torpes que se pueden confundir y echarme por el bajante del edificio con las sobras de la comida.

O una fórmula para la invisibilidad. A veces quisiera ser sordomudo. No oirlos, porque ya lo otro lo logré, ya ni hablo, así que en mudo sí me convertí, soy un mudo tan buenísimo que nadie se entera ni cuando me hago pipí encima (qué pena) ni cuando estoy llorando. Pero no quiero escucharlos. Inventaré unos tapaoidos especiales, que transformen los gritos en notas musicales. Y ya no pueda oirlos decir esas palabras que yo no puedo decir y que cuando José Alfredo las dijo en la clase, la maestra lo mandó a dirección. Esa palabra con c. que suena con rabia podría ser un do sostenido, esa palabra con p. que da como un golpe podría ser un si bemol. Porque ahora pasa que yo también ya las quiero decir a veces, y esas palabras se meten hasta en la clase de música y transformo la melodía en rabia y el profesor me llama malcriado. Pero claro, siempre me han gustado sus voces, bueno, la verdad es que entonces, cuando me gustaban, era chiquito y me dormía con cosas como esas, ya saben, las canciones de cuna, los cuentos, esas cosas que ya no escucho. Que no me hacen falta porque estoy muy grande. Creo.

Sólo quiero que ella deje de llorar y de culparlo. Sólo quiero que él deje de gritar y de acusarla. Que al menos hoy pueda soplar las velas y picar la torta de mi cumpleaños con ellos. Quiero que mi papá y mi mamá dejen de pelear por un día. Por un solo día.

Quiero inventar la fórmula de la felicidad. Pero ellos no me dejan.

Los chocolates del señor Constanza

Fedosy Santaella

(Casa de bruja de Tim Burton)

Había una vez una empresa en la que yo, Tacho Camacho, fui “asistente ejecutivo”.

Esa vez, de aquel día que te quiero contar, al final de la mañana, entró la bruja Fredebunda hecha toda una furia.

No entró por la puerta, claró está; lo hizo por la ventana y montada en su escoba, como lo hacen todas las brujas. Aterrizó frente al escritorio de Cristina y, antes de decir cualquier cosa, se acomodó la hermosa melena. Porque Fredebunda era una bruja muy bonita, parecía una actriz de telenovelas.

Después de acomodarse el cabello, Fredebunda pidió a gritos la presencia inmediata de “ese estafador”, el mismísimo señor Constanza, el Magnate De Los Negocios Rápidos, Frescos Y Cuantiosos, tal como él mismo se definía.

Pero antes de seguir, te voy a contar cómo conocí al señor Constanza.

Un día, el jefote (que entonces no era mi jefote) me encontró en la calle pidiendo limosna. Dijo que faltaba algo en “nuestro negocio” y me enseñó a hacer unos malabarismos con unas naranjas.

A los tres días regresó y me preguntó cómo andaba todo. Le respondí que me había ido mejor haciendo trucos en el semáforo que pidiendo por pedir.

Me dijo: “¿Ves? Si trabajas para mí, las cosas salen de mil maravillas”; y luego de yo entregarle un porcentaje de lo ganado aquellos días por concepto de “asesoría financiera”, me ofreció chamba como “asistente ejecutivo” en su empresa.

Yo, que no había quedado muy contento con el desembolso por la asesoría, arrugué la cara y lo pensé dos veces y hasta tres; pero, al final, me dije que podía aprender mucho del señor Constanza, y quizás, algún día, yo terminaría cobrando por asesorías y todo eso. Así pues, me fui con el jefote.

Constanza se metía en todos los negocios y todo lo sabía hacer. Tenía una tarjeta de presentación para cada caso. Una tarjeta podía decir “Constanza, amaestrador de pulgas”, y la otra “Constanza, experto en meteoritos marcianos”.

Unas semanas antes de que la enojada Fredebunda entrara por la ventana, el jefote le había construído a esta bruja una casa de chocolate en el bosque, ese que está al pie de la montaña y en el que se pierden los niños.

Ya sabes para qué las brujas quieren una casa de chocolate. ¡Claro, para atrapar a esos niños extraviados y hambrientos!

Al parecer, Fredebunda estaba buscando un nuevo constructor de casas de chocolate, porque ya estaba harta de los de siempre, que estaban cobrando precios astronómicos.

Así que, buscando presupuestos aquí y allá, fue a dar con el jefote, quien sacó dos tarjetas ideales para la ocasión. Una decía “Constanza, arquitecto”, y otra “Constanza, distribuidor autorizado de chocolates de primera”.

Al unir ambas profesiones, este señor de diente de oro y brillantes bigotes ensortijados, resultó ser el profesional perfecto para esta bruja harta de los altos costos de la vida.

El señor Constanza le dio a probar una barrita de chocolate y la bruja dijo: “¡Maravilloso, excelente!”.

De ese chocolate que el señor Constanza había comprado en la tienda de la esquina, no supe más. Pero sí de las cientos de cajas que el jefe compró a precio de gallina flaca –y disculpan las gallinas flacas, que modelos de pasarela serán-, a una fábrica de chocolates. Resulta que un saboteador profesional, contratado por otra fábrica de chocolate de la competencia, había echado sal, aceite de ricino y sopa de verduras a la coladora principal de chocolates de esta fábrica. Los bombones que surgieron de este sabotaje desleal supieron a mil infiernos. El portero de la fábrica, un rufián que conocía a mi jefote, le paso el dato de que de que había cientos de cajas de chocolates a punto de ser despachadas al basurero. Constanza, que en todo ve un negocio, habló con los dueños y les compró las cajas, a condición de no usar los chocolates para el consumo de los niños y si, en caso tal lo hiciera, que no apareciera el nombre de la fábrica por ningún lado. Ya sabes, para algunos todo lo que importa es el dinero.

Con las cajas y unas fotos que el jefote encontró en la revista para brujas “Arquitectura encantada”, nos fuimos para el bosque, seguidos de siete enanitos que encontramos sin trabajo en una esquina, a los que Constanza llamó “mano de obra calificada”. Yo, por cierto, fui nombrado “asistente supervisor”.

Así, mal que bien, terminamos la casita y, aunque estaba ligeramente más inclinada de un lado que de otro, la bruja la contempló feliz, pues la verdad que nos quedó muy parecida a la de la revista.

Fredebunda que, como ya dije, no era fea, le dio un apretujón al señor Constanza, feliz y de lo más agradecida, como también feliz y agradecido se le veía al jefote entre los brazos de ella.

De la abultada línea del escote, Fredebunda sacó un fajo de billetes que el señor Constanza, amablemente, no contó. Gud bai, o algo así dijo, y todos agarramos el camino de vuelta.

Ya en la ciudad, el jefote nos pagó con unos perros calientes de calle. Los enanitos, que estaban muertos de hambre, ni chistaron. Yo hubiera preferido comer en la pollera de enfrente, donde el señor Constanza sí entró, urgido de un baño, y de la cual salió media hora después, sobándose la panza y con un palillo entre los dientes. Al enenatito que se comió más de tres perros, lo tildó de “abusador”, le dio unos coscorrones y lo hizo a ir a limpiar la oficina al día siguiente.

Una semana después, el señor Constanza ya estaba hablando de mudarse, cosa que no me pareció rara, porque desde que yo trabajaba para él, nos habíamos cambiado de lugar nueve veces.

El jefote decía que él era un hombre inquieto y que, además, yendo y viniendo por el mundo, uno podía encontrar más negocios y ser más próspero. Yo, lo que nunca entendí, es cómo se puede tener prosperidad si no se le avisa de la mudanza a los clientes.

Para cuando Fredebunda estaba frente a Cristina pidiendo ver al “estafador”, ya habíamos recogido casi todas los cosas y estábamos listos para mudarnos al día siguiente.

Y sí, nos mudamos, pero no de la manera cómo el señor Constaza había planeado, y ya te contaré por qué.

Cristina, con su vocecita chillona y antipática, le soltó a la bruja:

-¿De parte de quién?
-¿Cómo que de parte de quién? –preguntó enfurecida la bruja.
-Lo siento, no la recuerdo –respondió inmutable Cristina, y luego repitió aburrida y chocante-: ¿De parte de quién?
-¡Que le diga al estafador de su jefe que estoy aquí! –estalló la bruja.
-No está –dijo Cristina, y se limó una uña.
-¿Cómo que no está?
-No está –volvió a decir Cristina y, antes de que se limara la otra uña, un rayo, proveniente de la varita mágica de la bruja, la pulverizó.

Yo, que lo estaba viendo todo desde mi puesto de trabajo, ni siquiera moví los párpados. No quería llamar la atención en lo más mínimo. Pero Fredebunda no estaba interesada en un niño flaco y feo, sino en cierto señor de bigotes ensortijados.

La bruja le dio un patadón a la puerta de la oficina privada del jefote. La puerta se abrió de golpe y descubrió al señor Constanza con medio cuerpo fuera de la ventana.

Fredebunda volvió a lanzar otro rayo y el jefote salió disparado hacia el interior de la oficina, donde quedó sentado en el piso, frente a la hermosa y enfurecida bruja, todo despeinado, los bigotes achicharrados y la camisa tan quemada que mostraba su enorme panza inflada de pollos.

-Señor Constanza –dijo la bruja-, aunque ya lo sabe, le voy a contar por qué estoy aquí.
-Yo puedo explicarlo todo –dijo el jefote con los ojos convertidos en unos enormes balones.
-Resulta que a los días de usted entregarme la casa, se apareció un niño –continuó la bruja sin prestarle atención al señor Constanza-. El niño arrancó un pedacito de chocolate, lo probó y puso una cara de asco que tendría que haberla visto porque no se la puedo describir. El niño tiró el trozo de chocolate y se fue. Después vino otro y lo mismo. Ahora, según me he enterado, todos los niños de la ciudad no sólo saben que en el bosque vive una bruja en una casita de chocolate, sino que el chocolate de esa casita sabe asquerosamente mal.

-Yo… yo… yo puedo explicarle, es que los de la fábrica me engañaron, de verdad, le juro que… -decía el jefazo.
-¡No me explique nada! –interrumpió la bruja.
-Pero es que…
-¡Pero es que nada! Usted es un tramposo, y la viva demostración de que lo barato sale caro.
-Preciosa señora, yo…
-¡Preciosa señora nada!

Entonces la bruja alzó de nuevo su varita y otra vez le volvió a salir un rayo que cayó sobre el señor Constanza, quien, en un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en sapo. Un sapo que se quedó allí, sentadito en sus cuartos traseros, frente a la bruja que ahora se reía a carcajadas del resultado de su hechizo.

Una vez que vació toda su risa y quedó agotada de tanto carcajearse, Fredebunda se montó sobre su escoba, me echó una mirada y dijo:

-Aprende, muchacho, a las brujas no se les engaña -y entonces salió disparada por la ventana.

El señor Constanza llegó dando saltitos hasta el lado de la oficina donde yo me encontraba. En vez de croar, eruptó, y luego lo escuché decir:

-¡Qué tonta esta bruja, venir a convertirme precisamente en sapo!

Ese mismo día, nos mudamos a los alrededores de un castillo y nos instalamos cerca de un estanque. Pasados unos días, una princesita apareció por el lugar y se encontró con mi sapo jefote sobre una hoja del estanque.

Tras unos matorrales, presencié la escena y, una vez más, fui testigo de la astucia del ¿señor? Constanza. En menos de cinco minutos, aquel sapo hablador, convenció a la princesa de que él era un príncipe azul. Ella lo besó y el sapo se transformó. Pero su cambio nada tuvo que ver con la sangre azul de un príncipe, sino más bien con una cola roja y ponzoñosa.

Así es, al sapo Constanza le salió una cola de alacrán con un enorme aguijón que, de inmediato, lo picó en el lomo. El sapo pegó un fuerte alarido, acompañado de un brinco que lo sacó del estanque. El aguijón lo volvió a picar y el sapo gritó y brincó unos metros más allá. Y así fue, una y otra vez, hasta que lo vi perderse en la distancia.

La princesita, deslusionada y triste, también se alejó del sitio. Y yo recordé las palabras de Fredebunda: “A las brujas no se les engaña”.

Te cuento que ahora, cada vez que veo a una bruja, me cambio de acera, aunque nada tenga que temer. Como buen estudiante de primaria que soy, aprendí la lección.

En cuanto al sapo Constanza, supe que anda de gira con un circo, exhibiéndose como el único príncipe azul del mundo que tiene la maldición más terrible de todas: haber sido condenado a ser un sapo-alacrán que se picará a sí mismo para siempre jamás.

Catálogo del Zooloco

Marielba Nuñez


Un día cualquiera en el Zooloco

Si no hubiera sido por aquel lugar, seguramente aquella podría haber pasado por la ciudad más gris y más aburrida de toda la historia del mundo.

Para llegar a él había que tomar un enorme y vetusto autobús. Los asientos, de madera, podían mostrar algunas irregularidades, como huecos o grietas que podían resultar en un pellizco en un lugar indiscreto que hacía que los viajeros emitieran alguna que otra palabra impublicable. Luego de un viaje que duraba aproximadamente una hora, pero que seguramente tomaría mucho menos en un vehículo un poco más rápido, el autobús se detenía frente a la enorme verja de un parque.

Los visitantes tenían que bajarse para recorrer un camino de tierra, con cuidado para no tropezar con alguna que otra piedra que seguramente sería un recuerdo de alguna época en la que existió una senda bella y lujosa. Al final, se encontraban con un enorme letrero de madera, con la siguiente inscripción: Zooloco. Más adelante, un cartel, escrito a mano, advertía a los visitantes con la siguiente frase:

Sólo quienes están dispuestos a aceptar
que el mundo está lleno de seres diferentes
tienen derecho a entrar

Sorprendentemente, aquella advertencia hizo que unos cuantos de mis acompañantes durante aquel viaje se regresaran. A mí, que siempre me he sentido diferente, más bien hizo que aquel lugar me interesara aún más.

Como recuerdo de mi travesía por aquel sitio maravilloso que nunca he podido olvidar, he decidido mostrarles el Catálogo del Zooloco, para que ustedes se asombren y se maravillen, como lo hice yo, de aquellos seres que, por cierto, no vivían enjaulados, como ocurre con tantos otros animales de otros zoológicos del mundo, sino que convivían perfectamente libres en aquel hábitat donde nadie los veía como bichos raros.

Elefancisne (Elephas cygnus)

De entre todos los animales del mundo, no hay ninguno que pueda competir en gracia y delicadeza con este animal de color aceituna, de enormes orejas, que extiende su trompa con tal elegancia que recuerda a la de un cisne en pleno vuelo. Sus pasos son tan leves como los de una mamá cuando abandona la habitación de su hijo.

Ya se sabe que la habilidad de cisnes o elefantes no es precisamente el canto, así que tampoco ocurre que el elefancisne tenga mucha gracia para la música, pero aún así, si se presta atención al atardecer, se puede escuchar que de sus labios sale un murmullo ronco tan dulce como el canto del más melodioso de los pájaros.

Como sus parientes elefantes, el elefancisne puede llegar a medir más de tres metros de altura, con lo que es fácilmente más grande que cualquier casa. Sin embargo, extrañamente, no es muy pesado, con lo que a nadie extraña que algún día le nazcan un par de alas a la altura de su lomo y pueda volar y volar.

Rinosapo (Rinocerum atepolus)

Para poder vivir adecuadamente, el rinosapo tiene que contar con un enorme y profundo tanque, donde pueda nadar fácilmente y estirar su cuerpo, pesado como el de un tanque de guerra, aunque él en realidad no es más grande que la palma de una mano. Como los rinocerontes, a los que debe su nombre, aparenta ser lento y pesado, pero puede desarrollar velocidades asombrosas capaces de dar un susto a los desprevenidos.

En todo caso, el rinosapo prefiere estar todo el día dentro del agua. Para dar un paseo, tiene que pensárselo bien, porque le cuesta un poco de trabajo sacar su enorme cuerpo a la superficie. Sin embargo, nunca se aleja demasiado de su estanque. Tímido, como es, cualquier ruido lo ahuyenta y quiere tener cerca un lugar donde refugiarse.

Es bien conocida la afición del rinosapo por salir las noches de luna llena a contemplar el mundo. Es precisamente en esos momentos cuando puede escucharse su croar, que tiene eco entre grillos, ranas y sapos del parque. El sonido es tan triste, que no se puede evitar pensar que llama a alguna amada perdida alguna vez, hace mucho tiempo.

Monostruz (Arboleus hoyus)

De todos los animales del Zooloco, es éste sin duda uno de los más singulares. El monostruz no parece tener nada que lo distinga del resto de sus parientes lejanos como chimpancés, araguatos u otros primates de las selvas. De hecho, se sube a las copas de los árboles con la misma facilidad que ellos, tiene una dieta repleta de semillas, hojas y frutas (le fascinan, por supuesto, cambures y plátanos) y suele deleitarse tratando de pescar, con una varita, todos los gusanos que pueda para merendárselos como postre.

¿A qué viene entonces su extraño nombre? Lo acompaña una antigua leyenda según la cual los monostruces habitaban extensas áreas de una cierta selva tropical. Tímidos y silenciosos, solían recorrer las copas de los árboles sin que nadie percibiera su presencia.

Ocurrió que en una ocasión, los seres humanos comenzaron a adentrarse en el sitio en el que ellos vivían, para buscar –y apropiarse- las hermosas pieles de antílopes, cebras y otros animales del bosque. A los monostruces, que tienen un aspecto áspero y oscuro, no les hacían mucho caso, así que estos seres pudieron contemplar asombrados la cacería indiscriminada. Para no ver aquel espectáculo tan triste, los monostruces cavaron hoyos en la tierra y hundieron allí sus rostros, con lo que se ganaron una injusta fama de cobardes.

La niña de la mirada perfumada

Eloi Yagüe

Nunca supe cómo se llamaba pero si de algo estoy seguro es de que esa compañerita mía del colegio tenía una relación mágica con las palabras.

La primera vez la vi un mediodía a la salida de clases. Estaba junto al carrito del heladero y se comía un raspado con tantas ganas que la lengua se le había puesto roja. Enseguida me gustó su forma de comer raspado: pasaba la lengua por la montaña de nieve coronada por rayitas de leche condensada y, al mismo tiempo, le daba vueltas al vasito con mucha habilidad. Debo decirlo de una vez: estaba fascinado con ella. El tiempo parecía detenido mientras la miraba. La desconocida me gustaba tanto como mi videojuego favorito. Ella ni pendiente, no se daba cuenta de que yo la miraba, seguía atenta a su raspado. Pero, tal vez debido a la insistencia de mi mirada, de pronto alzó los ojos y me vio.

–Epa, ¿qué miras, desafinado? Tengo una ganas elefante de comer raspado y no me dejas concentrarme.
–Tititienes la lengua roja –dije tartamudeando.
–¡Tengo la lengua frambuesa! –me respondió desafiante, como si me estuviera corrigiendo por algún error cometido. Entonces me cayó antipática porque me recordó a la profesora de Castellano cuando leía mis composiciones con el lápiz rojo de corregir en la mano.

Pero la sensación no duró mucho porque, de pronto, me envolvió un perfume delicioso, un aroma como de flores frescas que me emocionó. La volví a mirar pues había bajado involuntariamente la mirada (como habrán notado, soy un muchacho tímido), y cuando la subí y mis ojos se encontraron con los suyos, el perfume se hizo aún más fuerte, como si emanara de su propia mirada. Debo admitir que quedé paralizado por tan inexplicable fenómeno.

–¡Qué, galán! ¿Tas enamorao? –dijo Yony con su vocesota pasando a mi lado y empujándome con el hombro, lo cual me hizo salir violentamente de mi ensoñación.
–¡Enamorada estará tu abuela! –le grité mientras se alejaba riéndose con sus amigos, los jugadores de basket.

Cuando volteé, ella ya no estaba. Como no tuve tiempo de preguntarle su nombre, desde ese momento la llamé “La niña de la mirada perfumada”.

La segunda vez la vi en el patio del colegio, durante el recreo. En lugar de jugar y brincar como los otros niños, ella, la niña de la mirada perfumada, leía un libro. Me pareció muy raro su comportamiento y no pude evitar preguntarle:

–¿Qué lees?

Alzó los ojos de su lectura y me miró. Una vez más me llegó un aroma, pero esta vez era de frutas, como piña o guayaba, o la mezcla de ambas.

–Un libro dinosaurio –me respondió.

Me senté a su lado. Yo nunca pensé que los libros pudieran tener tantas cosas dentro de sus páginas. Ella me leyó un cuento:

–Había una vez un pequeño dinosaurio que le gustaba comer chocolate pero tenía un problema y es que el chocolate aún no se había inventado.
–Pero entonces, ¿qué hizo? –le pregunté.
–¿No lo adivinas, mequetrefe?
–No.
–¡Pues inventó el chocolate! –dijo, y se reía con una risa fresca y de sus ojos entonces salían olores marinos como de olas, peces y azul inmensidad.
–¿Estás triste, dálmata? –me preguntó.
–Es que salí mal en castellano. Mi profesora es fastidiosa y yo me duermo en clase. Además, no me gusta leer, me aburro.
–Mira, pescuezito, ¿cómo vas a salir mal en mi materia favorita?
–¿Castellano es tu materia favorita?
–Claro, mi profesor me quiere mucho. Dice que soy una poeta espontánea.

Me atreví a preguntarle qué es ser poeta, porque la otra palabra me pareció muy complicada, como otras que ella usaba pero que no me atreví a preguntar su significado por no parecer ignorante.

–Poeta es el que juega con las palabras como si fueran metras, yoyo o perinola. Poeta es el aviador del lenguaje, el superhéroe de las rimas, el chapulín de los verbos…
–¡Ya va, ya va! –protesté–. No entiendo nada de lo que dices. ¿El superhéroe de qué?
–De las rimas, cabeza de maleza. Por ejemplo, gallina rima con china; caliente rima con diente; bicicleta rima con pantaleta...

Nos reímos mucho con esta última y entonces ella me pidió que jugáramos a las rimas. Sorteamos con piedra, papel y tijera quien empezaría y me tocó a mí. Al principio me costó un poquito y me rascaba la cabeza para que ella se diera cuenta de que hacía un esfuerzo por pensar. Por fin se me ocurrió una:

–Oreja rima con lenteja.
–Lenteja rima con vieja.
–Vieja rima con oveja.
–Oveja rima con molleja. ¡Guácala! Oye este poema que se me acaba de ocurrir: “A la vieja Josefa le cayó una lenteja en la oreja y su nieta Cameja le dijo: sácate de la oreja esa lenteja, vieja Josefa. ¡Ni pendeja!, dijo la vieja Josefa”.

Reímos como gorilas y ella sacó un papelito doblado.

–Te voy a leer un poema, un poema de verdad que escribí ayer:

“La paloma de la playa
pasa la vida volando.
Más allá de la montaña
donde el sol se esconde a veces
vive otra paloma.
¿Qué busca en la playa
la paloma de la montaña?
Busca a su pareja
Para hacer un nido
Y tener palomitas de arena.
Sobre el mar pasan volando
Dos palomas de montaña.
Olas y alas se confunden”

–¿Te gustó? –preguntó ella.
–Bueno, sí, es bonito, pero…
–Pero qué.
–No lo entendí. Además no tiene rima.
–¡Tú si eres Cariaco! ¡Es verso libre, no necesita rima, triturador!
–¡Y tú, molleja! –le respondí.
–¡Papanatas!
–¡Chancleta!
–¡Burusero!
–¡Mantecosa!
–¡Furruco!
–¡Narizona!
–¡Casi iguana!
–¡Palo diablo!

Y así pasamos media hora, insultándonos muertos de la risa. Cuando nos dimos cuenta, estábamos rodeados. Todos los niños nos miraban asombrados.

–¿Qué miran, macacos? –dijo la niña al tiempo que me agarró de la mano y nos fuimos corriendo de allí.

Desde ese momento supe que la niña de la mirada perfumada y yo éramos novios.

La tercera vez que la vi estaba escribiendo sentada bajo una mata de mango que hay en una plaza cercana a la casa, pues resultó que éramos vecinos.

–¿Qué escribes? –pregunté.
–Un poema –me respondió.
–¿Tiene rima?
–Sí.
–¿Me lo quieres leer?
–Bueno, buruso, por tratarse de ti.
“Mi mami hoy se fue lejos
Tan lejos como la luna
Cuando me miro en el espejo
Pienso: como ella, ninguna”.

Cuando terminó de leer me di cuenta de que estaba llorando. La abracé y me dieron ganas de llorar a mí también, pero no lo hice porque mi mamá me dice que los hombres no lloran y menos yo que soy el hombre de la casa desde que mi papá se fue.

–Me voy, buruso. Mi papá me lleva al país de donde venimos. Nos montaremos en un sacacorchos y volaremos entre los algodones.

Pensé que era el momento adecuado y saqué un papelito de mi pantalón.

–Escribí algo para ti: “Había una vez una niña que le gustaba jugar con palabras. La niña tenía una boca por la que salían palabras gitanas, palabras llaves, palabras azules como el cielo y dulces como nísperos y tibias como cachorros. La niña de la mirada perfumada tenía un amigo que se aburría en clase de castellano. Pero el niño, gracias a ella, pudo saber lo maravilloso que es leer y escribir y aprobó la materia”.

–Disculpa que no tiene rima, pero es que me cuesta escribir rimado.

La niña me besó en los dos cachetes y sentí que el calor me invadía las mejillas.

–Pingüino, es un cuento. Los cuentos no llevan rima. Son historias que dices con palabras bonitas como cuando canta un turpial.

Entonces nos abrazamos. No supe en aquel momento que a eso lo llaman despedida, porque no había tenido ninguna despedida en mi vida (¡epa!, me salió en rima)…

No volví a ver más a la niña de la mirada perfumada pero tampoco la olvidé. Y cada vez que paso frente a un heladero me dan unas ganas elefante de comer raspado. Y en las noches de luna llena, cuando veo el redondo disco que parece un vaso de leche en el espacio, pienso en ella y me llega un aroma parecido al de su mirada.

De qué hablamos cuando hablamos de literatura infantil

Javier Miranda-Luque

El título es un leasing involuntario de Raymond Carver para poder hablar de libros y lectores que se inician en este vicio luminoso de hilvanar letras con los ojos; recorrer palabras enteras; acariciar líneas de texto con nuestras pupilas; oler, sí, oler el papel aromatizado de tinta; abanicarnos el rostro con las hojas de los libros; enterarnos, aprender, comprobar, imaginar, ficcionar, evadirnos, reencontrarnos con personajes que piensan y sienten y se comportan casi-casi que como nosotros mismos.

La lectura nos enseña que sí somos islas, pero existen vastos archipiélagos donde pasearnos y compartir ideas que nos sorprenden, nos retan, nos seducen, nos incomodan, nos maravillan. Y no importa en qué formato leas: un libro, el periódico, blogs, publicaciones digitales, manuscritos arrugados y amarillos. Los lectores no queremos exclusiones a la hora de sumergirnos en papel bond blanqueado en exceso que contrasta con la arquitectura de las letras negrísimas que conforman auténticas urbes MAYÚSCULAS y minúsculas, itálicas, subrayadas y bold, por ejemplo, o la luminosidad de la pantalla de la computadora y sus ciberdiseños neo-caprichosos.

Ya van dos párrafos y todavía no se habla de literatura infantil

Más que un género, yo afirmo que la literatura infantil es una actitud de desenfado ante uno mismo y ante el entorno. Es asumir la curiosidad como estilo, ejercer a plenitud nuestra capacidad de asombro al leer, pero, sobretodo, al escribir. Se trata –creo– de desprendernos de las camisas de fuerza que hemos venido coleccionando o nos han endilgado sin oponer demasiada resistencia. ¿Dentro de qué rango de edad oscilan nuestros lectores? ¿Por qué, pues, limitarnos…limitarlos? Lo importante, me digo, es que oscilen entre lecturas, propias y ajenas, enriqueciendo los textos con sus imágenes mentales, que se disparen, a su vez, sus ocurrencias. Si ello ocurre, habremos concretado nuestro cometido de reinventar, redenominar, renarrar el mundo. Personalmente, como autor de textos para niños, asumo la escritura “infantil” con una libertad y disfrute ilimitados, exigiéndome, simplemente, la legibilidad, la inteligibilidad, la amenidad no condescendiente (no sé si llamarla complicidad). Mi termómetro, al respecto, son mis hijas (lectoras feroces y jueces despiadadas de mis juegos de ficción).

Anécdota breve

En esto de la literatura infantil yo empecé escribiéndole cuentos a mi hija Lorena, entre sus lecturas de una entrega de Harry Potter y la siguiente. Ocurrió el premio de Monte Avila Editores, la publicación de “El baile de los elefantes” y su primera reimpresión. Gracias a ello, Editorial San Pablo me publica “A-B-Zoo del arca de Noé”. En ambos casos, tuve la suerte de contar con un par de soberbios ilustradores que enriquecieron, con sus visiones, cada libro: Idana Rodríguez y Oswaldo Rosales. Las ediciones, también, resultaron impecables en su atractiva policromía. Desde aquel entonces no he parado de ficcionar y sonreír.

“Leer es un imperativo social”

El filósofo ibérico José Antonio Marina suscribe la frase anterior y la sustenta argumentando que el proceso de la lectura conlleva un contacto directo con el lenguaje que incita la inteligencia lingüística, el dominio del idioma y la calidad de vida en términos de comprensión, abstracción y posibilidades concretas de autoexpresión, comunicación e interrelación con los diversos entornos.

Hogares sin libros

Leer, como todo lo demás, es una conducta imitativa, de emulación. Si yo niño crezco en un hogar donde mis padres y hermanos leen con cierta regularidad y dispongo de una “bibliotequita” (algún estante con varios libros cuyas existencias superen el diccionario paupérrimo, los libros de texto escolar y la enciclopedia adquirida en cómodas cuotas crediticias), pues posiblemente me contagie con ese extraño hábito de sostener un libro ante mis ojos.

Lector rebelde el lector

La otra opción es leer por purita rebeldía, porque me da la gana, porque mis familiares jamás se han leído ningún libro en su vida y el otro día yo vi a una nena bien bonita leyéndose un libro como si se lo estuviera comiendo con los ojos y hasta parecía que se divertía, ya que sonreía mucho, y la pasaba bien.

Leer es fashion, cool, fino, whatever, pues

Si los chamos descubrieran lo bien que se ven leyendo: elegantes, seguros de sí mismos, enterados…
—Epale, ¿ya te leíste el capítulo 11?
—¡Paso y gano, carnal, estoy terminando el libro!

Infantil: género literario huérfano

El paisaje de la literatura para niños es un desierto. Escasean brutalmente los concursos literarios respectivos que constituyen, prácticamente, la única posibilidad de publicar los contados títulos que aparecen cada año. Son excepcionales la promoción de mercadeo, campañas comunicacionales y reseñas de prensa.

Bibliotecas en lugar de canchas deportivas

Escudado tras uno de mis personajes, aún inédito, proclamo que las cosas serían distintas si en lugar de las miles de canchas deportivas que se oxidan en lo recóndito de toda la geografía venezolana, se hubiesen edificado bibliotecas (tradicionales y virtuales), centros de computación con conexión inmediata al planeta, vía Internet. Pero no, nosotros aquí, desde siempre, preferimos exportar misses y boxeadores. Tranquilo, pana, que el equipo gana y nunca se ha sabido nada de equipos de lectores invictos en qué…

Campaña de promoción de la lectura

Naif que soy, yo escribí y presenté a varios entes corporativos una campaña de promoción de la lectura a la que se dispensó la más gélida indiferencia. Pueden acceder a ella a través de este vínculo http://www.ficcionbreve.org/cuentos/golpiano.htm que les permitirá, si les provoca, considerar esta propuesta comunicacional que celebra el hábito lector en tales términos: “La aventura de leer pica y se extiende. Contágiate tú también con esta emoción llena de vida”, contentiva en mi relato ganador del Concurso Sacven 2005, “Golpes de piano”.

Día del niño…lector, por favor

El blogger denominado “lector_feroz, a propósito del día infantil, convida a la experiencia organoléptica de “llevar al niño a una librería e invitarlo a escoger algún libro que le llame la atención. Que toque el libro, primero con los ojos, después que lo tome entre sus propias manos, que lo sopese(…) que lo abra y se encuentre con las palabras e ilustraciones (…) que el niño se sume a nuestro singular colectivo de lectores, que aprenda a disfrutar nuestros placeres. (…) Leer es un juego gratificante y divertido”. Este es el link respectivo: http://blog_del_lector_feroz.zoomblog.com/archivo/2006/07/14/leyendo-se-celebra-el-dia-del-nino.html

Lectura recomendada: Amo perdido

Ediciones B de Colombia acaba de distribuir en el país una colección de textos infantiles (“Iguana”), con la peculiaridad desacostumbrada de la sobriedad, la modestia, el ahorro de recursos, la ecología consciente. Portada amarilla sin el derroche de la cuatricomía y 86 páginas con textos e ilustraciones en tinta negra y escala de grises. Autor: el caraqueño Tomás Onaindia. Grafismos a mano alzada del colombiano Alvaro Sánchez. Título: Amo perdido. El narrador es un perro que nos permite enterarnos de sus peripecias cada vez que elige un dueño distinto y los diferentes nombres que le pone cada uno. Yo lector lo denominé “Hölderlin”, igual que el intenso poeta alemán que estaba más loco que el carajo. Como uno. Como d(i)os.

Y a ver si de una buena vez y para siempre aprendemos a mercadear nuestros libros, simplemente fijándonos en este minúsculo paradigma de Ediciones B: un pequeño y vistoso stand fabricado en cartón duro a dos colores, contentivo de su colección de libros a la altura de los ojos del lector, inteligentemente ubicado, por ejemplo, a la entrada de la librería Centro Plaza. Libros a la vista, a la mano, que nos entran por los ojos y, esa es la idea, terminan en nuestros bolsillos.

Santa Joanna-ká Rowling

Bendita sea esta mujer que catapultó la literatura infantil en plan estrella de rock. Ella y sir Elton John. Ella y los Rolling Stones. El fenónemo Rowling (aparte de sus colaterales hollywodenses), no sólo logró que los niños leyeran, sino que –posiblemente– bastantes jóvenes y adúlteros de cualquier rango cronológico, por primera vez en sus vidas, “consumiesen” un libro y, a lo mejor, otro. Mi mayor deseo es que esta gente desperdigada por el planeta se haya “colgado” de la lectura.

Así que, Jota-ká, escucha nuestra plegaria pagana y sigue escribiendo y publicando, continúa vendiendo y acumulando derechos de autor. Te lo pedimos, beatífica patrona de los bestsellers, señora de los milagros narrativos, nosotros, los editados en tirajes de cuatro cifras bajas y azarosa distribución, sin importarnos para nada que tu casa editorial subcontrate media docena de escritores “negros” (así se les llama, por dios, sin racismo; “negros” de tanta tinta ajena. La industria Rowling, además, genera empleos directos, pero sobretodo indirectos: cuenten, si no, traductores, correctores, impresores, acomodadores de libros, clonadores filibusteros, buhoneros cooperativizados).

Y óyeme, Yéi-Kéi, no mates al Potter (mira que yo bien me sé que esto es apenas una amenaza de marketing full orquestada por tu top executive advertising staff). Déjale vivir su vida desvinculada de la tuya. Simplemente dale un respiro al Harry que ya es patrimonio de tus lectores. Permítele disfrutar su empate con Hermione y sus vivencias adolescentes, cual hijo de la Gran Bretaña contemporánea que es, chateando por messenger y mofándose de la foto en ropa íntima de Camila Parker Bowles que circula en internet. Nada menos. Nada más. Amén.

Juegos de (J)oseznos

José Urriola C.

Cuando yo era niño sufría mucho de las vías respiratorias. El asma, la alergia y cierta curiosa fragilidad en los vasos capilares de la nariz fueron fieles compañeras de infancia. Fieles como el mal aliento, diría Cortázar.

En mi época los niños nos tocábamos la nariz y nos sacábamos los mocos. Creo que eso ahora no pasa tanto, pues ahora padres y niños son muchísimo más correctos. Pero el punto es que el ancestral y naturalísimo acto de meterse los dedos en la nariz acababa resultando en camisas llenas de sangre, en toallas blancas perdidas, en rollos y rollos de papel higiénico convertidos en apretados tirabuzones encajados en mis fosas nasales, minutos y minutos de juego trastocados en tensa calma, horizontalizado, con la cabeza bien echada hacia atrás hasta que cediera la hemorragia.

Papá, que se la pasaba inventando juegos de palabras, me escribió cierta tarde de narices rotas un poema. El viejo decía que si el cachorro de un oso era un osezno y el hijo de un lobo se llamaba lobezno, entonces yo era un Josezno.

Yo, ya desde chiquito, creía intuir quién era el dichoso Osito Feliciano. Y, confesaré, a veces sueño con recitárselo igualito al Josezno que algún día tendré.

El Osito Feliciano

El Osito Feliciano es un osito feliz
Pero acostumbra meterse los dedos en la nariz
¡Feliz –le dice la madre- que te la vas a romper!
Y Feliz dale que dale como quien oye llover.

El Osito Feliciano ya la nariz se rompió
Y la madre le decía: ¡Ajá, te lo dije yo!

Le remienda la nariz una espléndida doctora
De quien inmediatamente Feliciano se enamora

Ahora Feliciano es un osito correcto
Que se toca la nariz
De un modo pluscuamperfecto.

Ilustraciones de Cynthia Urrutia


"Pez"


"Araña"


"Elefante"

Del libro "Abecedario Temerario"
Autor: Gladys Arellano
Ilustrador: Cynthia Urrutia
Camelia Ediciones


Cuatro minicuentos de Enrique Enríquez


I

Mi hijo quiere volar un cocodrilo como si fuese una cometa.
Tiene razón.
Los papagayos no muerden, ¡qué aburrido!
Quizás pudiésemos tener un cocodrilo volador, y llevarlo al parque.
A que nos cace una jugosa catirita para la cena.


II

Hoy hice llorar a una niñita en el zoológico.
Le dije que la morsa era un vampiro, y ella, la próxima víctima.


III

Esa niñita que vive en frente no es de fiar.
En Navidad los regalos se los trae un cuervo, no Santa Claus.
El cuervo le trajo un bebé de juguete, pero a la semana el bebé empezó a crecer.
Al mes, el bebé ya era todo un maniquí.
Tuvieron que ponerle interiores.
¿Ves? Te digo que la niñita es un problema.


IV

Quiero dibujar una carita feliz en la luna.
Sólo necesito que la NASA me haga un cohete con jacuzzi.
El jacuzzi no es para mi, es para el hipopótamo.
Usaré al hipopótamo para dibujar con sus huellas en la luna.
Será muy fácil, tan pronto como el hipopótamo aprenda a hablar por radio.
El problema es que la gente de la NASA no responde mis llamadas.
Tampoco el hipopótamo.

Poemas de Marissa Arroyal

(Una vista del Ávila de Manuel Cabré)


LA MONTAÑA QUE VINO DEL MAR

Para hacer una montaña
el mar arroja a la playa conchas tornasoladas.

Las olas alzan pájaros
y caracolas de espuma.

Los cangrejos traen estrellas de mar.
Las ardillas puños de arena,

Los venados mucha arcilla.
Y cantos rodados el rabí pelado.

Un morrocoy se pone a llorar:
empezaron por juego y les salió de verdad.

¡La montaña ya está lista!


COLIBRÍ

Tucusito
jade rubí,
vibrante
clave de sol,
fugitivo
picaflor,
torbellino
tornasol.


EN LA RAMA

La ardilla
cola colorada
viene y va.

Si le miras
los ojos
al revés,

verás
una nuez
¿o una canica tal vez?


CANCIÓN DE LA MONTAÑA

¿Montaña, de qué tejes tu vestido?
-de hojas de bambú.

¿Quién ríe en el cañaveral?
-el agua en su tobogán.

¿Qué brilla en tu monte sin sol?
-la orquídea tornasol.

¡Montaña, qué linda estás
con capa de nubes blancas
y abanico de mariposas¡


ALBA CON LLUVIA

Con olor
a tierra mojada
retoña la luz,
la parcha,
la guayaba.
Húmeda
se abre:
la flor de la alborada.


BAILE TROPICAL

La brisa tañe las largas
cuerdas del bambú.

Las chicharras suenan maracas.
El sol la lonja de su tambora.

Giran aprisa giran,
lagartijas y hojas secas.


BUCARE

El sol del atardecer
en sus ramas se enredó.
Y amaneció el árbol
lleno de flores de fuego.


MARIPOSA

Mensaje
de amor
para ti
y para mí.


ATARDECER

El canto
de los grillos
abre
un camino
blanco
en el monte
oscuro.


(Del poemario La montaña que vino del mar)

Dos cuentos de Joaquín Ortega

Menú

Camilo colgaba su túnica cerca de la alfombra. Dos pares de zapatos se anudaban con ayuda de los dedos de su mejor amigo, y para colmo, único dueño. Renato no escuchó el timbre ni las campanas de La Alegría, quizás sea por eso que soñó un poco más de lo debido y se levantó con mal de indiferencia -cuando se duerme mucho debajo del bombo se oye todo con un poco de fastidio-.

Serapio ¡Siempre Serapio!, se cambió de madriguera logrando que su reloj fuese de nuevo el más correcto para saber cuándo dar la señal de comenzar.

El resto de los pequeños invitados se detuvo antes de anunciarse, revisando por si acaso entre sus pertenencias no se había colado un ciervo travieso. Camilo los vio desde la ventana más alta y les invitó a pasar.

Lo que comieron y hablaron esa tarde, ¡hasta casi las seis!, fue tan delicioso y variado que se fundó (con el acuerdo de los que prefirieron sopa de postre) el Día de la Gran Sonrisa. Serapio atendió a los comensales como si ya se hubiese graduado de servidor de mesas.

Nadie ha podido recordar las veces que repitieron el estofado de Camilo. Y es que resulta ser que, en más de una ocasión, las historias, animales y situaciones más extrañas son las que no conocemos.

Re Menor

El Adagio sonaba bellísimo. Los maestros alrededor del organista no podían creer que dedos tan pequeños pudiesen lograr tal juego de acordes y de octavas. Los tacones que le permitían ganar el trecho faltante y pulsar cada pedal, hacían parecer a aquella criatura como un enano de feria o un arlequín de corte. Sus talentos tampoco le impedían sonreírle a la lejana figura de la vírgen, bañada en oro y coronada de luces musicales, y con la cual había soñado, casi diariamente, desde que mamá partiera en la carreta negra -el único transporte que no espera sino a los demasiado buenos-. Era buena la inspiración ese día, rió para sus adentros el padre Alves, por fin tendría la oportunidad de salir de aquel repertorio litúrgico que ya lo había estado aficionando demasiado al vino. Fray Indiano, el padre mexicano y tartamudo, abría los ojos ante aquel derroche de gracia infinita, ahora derramada sobre el pequeño. Pensó en el niño Jesús tocado con peluca y trajeado de dorados y carmesíes ¿o se dirían carmesís?, no importaba. Afortunadamente, el Padre Arcadio no podría propinarle el tirón de orejas acostumbrado en tiempo de lectura en voz alta. Poco a poco, propios y extraños imaginaron las interminables horas que la providencia les podría regalar a futuro. La tía y los hermanos mayores del ejecutante sentían la tranquilidad y el agradecimiento del salvoconducto y el pan recién horneado. A veces, concluyeron aquellos curas recién visitados, era bueno que un músico malo y refunfuñón se enfermara, dejándole algunos instrumentos nobles a músicos extranjeros, enemigos y herejes, pero -y ahí estaba la bendición- amenos.

Amor entre dos

Olga Cortéz


Maltratado y baboseado, Bubú, el muñeco, volaba sin poderlo evitar. Con sus manitas rígidas trataba de aferrarse a las cortinas, pero era en vano. Ya en el suelo, el hocico travieso de la cachorra lo apresaba y lo zarandeaba vigorosamente, hasta que lo lanzaba de nuevo al espacio. Cada vez que se elevaba, las vaporosas telas que danzaban al suave ritmo del viento, se alejaban más. Graciosas y coquetas, y sin pizca de compasión, comentaban entre sí:

-Ese chico no entiende nada. No nota que somos unas sutiles bailarinas, y no unas burdas tablas de salvación. Si necesita una, ¡que vaya y la busque en el mar!

El muñeco resistía bien los golpes; en cambio, no podía escapar a la influencia malévola del mareo. Su confortable mundo de juegos y descansos, giraba sin control.

-¡Ahí voy otra vez!- exclamaba el pobre, volando sin tener alas.

Boing boing, rebotó en el suelo. Su cuerpo de hule, noble y resignado, esperó a que su dueña lo bamboleara de nuevo. Para él, tan pequeño e indefenso, aquella criatura robusta y de tan largas orejas, tenía dimensiones de animal prehistórico. Afortunadamente, el lanzamiento fue tan fuerte, y el recorrido tan largo, que cayó entre las ramas de uno de los materos ubicados al otro extremo de la sala.

-¡Uf, Ojalá no me encuentre todavía! Así podré descansar un poco- se dijo, felicitándose por su golpe de buena suerte.

Sony era una basset hound realmente feliz. Desde que llegó a aquella casa, supo que sería la reina del hogar. La dulce orejona había enternecido a la humana con su típica mirada melancólica. Lo que ignoraba la joven cuando la adoptó, era la facilidad con que los basset hounds caen en el aburrimiento. No imaginó el torbellino que llevaba entre sus brazos.

Para salir de la rutina, Sony ladraba a los canarios. Asustados, estos volaban desesperados dentro de la jaula. Cuando se lo prohibían, ella corría por las habitaciones en una carrera endemoniada, llevándose por delante adornos y jarrones. Atraída por los muebles de madera, se detenía un momento y los roía con la destreza de un castor.

La reprimenda no se hacía esperar. Pero Sony, que no le hacía mucho caso a los regaños, huía hacia el cuarto, saltaba a la cama y continuaba su desfile de felonías. Almohadas, celulares, lentes y carteras sufrían las consecuencias de sus traviesas mordidas. Frente a tanta vitalidad, empezaron a comprarle juguetes, como esa pelota lisa y brillante, abandonada en cualquier lugar.

Al principio jugaba con ella, como hacían los gatos con los ovillos. La rodaba de un lado a otro, pero apenas la presionaba, la espantaba el chillido inesperado de un pito. Sorprendida, la cachorra daba pasos hacia atrás. Luego regresaba y volvía a pisarla. El sonido era tan irritante, que ya no le gustaba más y decidía jugar con otra cosa.

Tenía muchos juguetes; sin embargo, nada era tan fascinante como el tacón de un zapato indefenso o el control remoto sobre la mesa de noche. Pero cada día se hacía más difícil acercarse a ellos. Cansada de las mismas cosas, a veces no encontraba qué hacer.

-¡Guau, cómo me gustaría tener un hermano para jugar!- se decía.

Cuando ya nada la divertía, el mundo no era más que un enorme globo lleno de fastidio. Entonces, dejaba todo a un lado, se echaba sobre un sillón y se dormía para olvidar su soledad, hasta el día en que le trajeron al colorido y silencioso muñeco. Ella lo amó desde el primer momento.

Bubú se convirtió en su mejor compañero. Se les veía juntos en todas partes: debajo de las camas, sobre los muebles y tomando sol en el balcón. Después de arrastrarlo por todo el apartamento, de morderlo y babearlo, Sony lo ocultaba debajo de su pecho, quizás con el deseo de viajar con él por el mismo camino de los sueños. Se hicieron inseparables.

Por eso, cuando Bubú desapareció ese día, ella se sintió desconcertada. El muñeco no podía haberse desintegrado en el aire. Comenzó a buscarlo pacientemente, olfateando todos los rincones. Luego, en dos patas, revisó mesas y sillones. Después se asomó a la ventana porque temió que hubiera saltado a la calle. A la final, desesperada, recorrió las habitaciones gimiendo tristemente.

-¿Qué te pasa Sony?- preguntó la voz conocida.

Ella respondió quejándose con más fuerza. La humana, pensando que podía estar enferma, decidió llevarla a la clínica. En el camino, la orejona se asomaba a la ventanilla del carro y gemía y gemía. Para los expertos que entienden el singular lenguaje canino, ella sólo quería decir: “mi Bubuuu… mi muñequitooo…”.

El veterinario le revisó los colmillos, le escuchó el tamborileo del corazón y le apretó la panza. La miró a los ojos y le examinó las orejas. Le acarició el lomo y le habló cariñosamente, pero la basset hound seguía deprimida. Él se sentó, se acomodó los lentes, y se rascó la cabeza. La humana preguntó preocupada:

-¿Es tan grave, doctor?
-Al contrario. No hay entre mis pacientes mascota más saludable.

Mientras los dos la miraban intrigados, el asistente entró con una deliciosa chupeta canina en la mano. Cuando la vio, Sony se enderezó instantáneamente y comenzó a mover la cola. En un par de mordiscos olvidó su profunda pena. Salió del consultorio tan despreocupada como siempre.

De regreso, se asomó otra vez por la ventanilla. El aire refrescaba sus orejas de caramelo tostado. Pero ya en casa, cuando comprobó que Bubú no había aparecido, se tiró al suelo y recostó la trompa sobre sus patas delanteras. Tenía el firme propósito de no levantarse más y suspirar hasta desfallecer.

En la mañana, Bubú comenzó a preocuparse. Seguía en el mismo sitio. No era gracioso permanecer eternamente entre hojas e insectos. Su misión era divertir a la cachorra. Claro que esta era muy vigorosa, y a veces hasta latosa. Mas en la medida que el tiempo caminaba, comenzó a extrañarla. La noche sin ella le había parecido tenebrosa y llena de misterios. Prefería soñar bajo la protección tibia de su compañera juguetona. ¿Qué importaba un empellón de vez en cuando?

-Sony, aquí estoy. ¡Sácame, por favor!- rogaba Bubú en silencio.

Las plantas, pálidas y sedientas, perdían el verde de sus sonrisas. La humana se dio cuenta y comenzó a regarlas. Mientras los tallos agradecían la frescura del agua, ella les quitaba algunas hojas secas. En esa tarea estaba cuando encontró al pobre muñeco guindando de un pie. Inmediatamente lo rescató y lo limpió. Cuando Sony lo vio, comenzó a ladrar y a saltar en dos patas, evidentemente, emocionada. La voz, asombrada y divertida, exclamó:

-¡Ah, mi linda Sony, ya sé qué te pasaba!

Entonces, siguiendo la emoción de su dulce cachorra, la humana le lanzó a Bubú. Este, feliz como nunca, atravesó la distancia, como atraído por una estrella. Sony saltó para pescarlo en el aire. Fue un acto lleno de magia. Quedaron suspendidos en el espacio por un instante, el suficiente para que se miraran a los ojos y comprendieran el gran amor que existía entre los dos.

La cajita Ovomar

Germán Herrera

Caja Ovomar de Recuerdos (Ilustación de Germán Herrera)

Será porque al capitalismo salvaje le gusta cojerte desde temprano pero cuando me sacas el tema infantil lo que me viene a la mente son las colecciones, comenzando por las barajitas autoadehesivas para el album del momento, tarjeticas de beisbol, jugueticos de Mcdonald's, carritos por docenas, figuritas de acción -mueranse de envidia los revolucionarios y terroristas porque de carajito yo logré reunir mi propio y pequeño cementerio de auténticos heroes (norte)Americanos- peluches, metras... hasta una que otra inocente piedra que me pareciera interesante y claro, mis mascotas.

Perol que cayera en mis manos, perol que terminaba en la dichosa caja de juguetes, más bien de pandora, que al menos en mi caso no era otra cosa que un cartón corrugado de huevos Ovomar -de por allá cuando el Excelsior no era más que una bodega- y si la veías de cierto ángulo parecía el compactador de basura de Star Wars.

Quizá es que yo sufro de manía cachivachera pero era una sensación maravillosa poder conseguirlo todo en ése lugar... Seguro que si me pongo a Googlear mi cajita de pandora Ovomar consigo esos recuerdos.

El alma de los juguetes

Roberto Echeto



Jugar es crearse una realidad paralela, un tiempo cualitativo en el que se puede ser lo que se quiera: un vaquero, un policía, una amorosa madre o un futbolista famoso y consumado. El juego es un espacio dispuesto para que la imaginación se desborde y podamos ver las cosas desde nuevas perspectivas. Los juguetes (al igual que los objetos artísticos) son los instrumentos que posibilitan el desdoblamiento del ser que se produce cuando fantaseamos. Imaginar es un acto muy complejo que responde a tantos estímulos en nuestro entorno que no habría palabras ni tiempo capaces de enumerarlos. De ahí que los juguetes sean tan importantes en nuestra vida. Ellos, de algún modo, son estímulos controlados que ponen en marcha habilidades y talentos que, sin los juguetes, quizás permanecerían ocultos.

Es curioso, pero sólo se nos permite jugar, ser “artistas”, tener miradas muy particulares del mundo y hacer las conexiones intelectuales o lingüísticas que se nos vengan en gana, cuando somos niños. Es un lugar común creer que con la infancia viene un paquete de maravillas que expira cuando llega la adultez y nos volvemos serios y no queda más remedio que afrontar ceñudamente los rigores de la vida, sin importar si esa seriedad rinde verdaderos frutos o si sólo se trata de un parapeto que viene con las canas. Para no morir de aburrimiento ni de otros males filosóficos, habría que asumir con modestia que la vida entera vale la pena si se asume con la misma seriedad con la que los niños emprenden un juego cualquiera. Recuperar ese ensimismamiento que alguna vez sentimos al jugar con una muñeca o con veinte soldaditos de plástico sería lo más valioso que podría pasarnos en un momento como el que vivimos, signado por la banalidad y la estulticia institucionalizada.

En apariencia, el juego es una actividad sencilla que no requiere de mayores estímulos. Es fácil creer que nuestra imaginación es un animal que vive en nosotros una vida propia e independiente que se mueve y se reproduce sola sin nuestro concurso, como si a veces ella nos llevara hacia donde su voluntad quisiera. Lo delicioso de los juguetes es que son los primeros artefactos de nuestra vida que nos ayudan a acotar el acto imaginativo, a ponerle riendas a esa bestia silenciosa que por naturaleza tiende a la dispersión. Los juguetes no sólo acotan el acto imaginativo, también estimulan la posibilidad de hacer de ese acto un hecho consciente que permita una mirada oblicua a las cosas, a los problemas, al mundo. De ahí que sean instrumentos tan importantes, tan diseñados, tan provistos de variedad y lecturas.

Otro de los elementos que rodean al juguete, y que le dan su importancia en el ordenamiento de la cultura, es la responsabilidad que tiene cada uno de esos artefactos a la hora de objetivar nuestra propia individualidad. Jugamos con los juguetes a lo que de algún modo somos y a lo que de algún modo deseamos ser. Ni siquiera el que toma una piedra como parte de sus juegos deja de realizar una operación simbólica por medio de la cual su propia humanidad se extiende a las cosas, convirtiéndose por obra y gracia del juego en ellas. ¿Qué niña no ha jugado a “ser” la madre desenvuelta de una muñeca o la Barbie hermosa con la que pasa las horas muertas y los ratos de ocio? ¿Qué niño no ha convertido su soldado de plástico o su pista de carritos en una extensión de su propio afán de acción, de su propia violencia reprimida?

A simple vista parece raro, pero ese proceso en el que la propia individualidad se extiende hacia los juguetes es un simulacro de cómo en la adultez los seres humanos nos vemos en la obligación de extendernos hacia otro tipo de objetos que complementan nuestro cuerpo. Cuando somos adultos, usamos herramientas de toda clase para amplificar nuestras capacidades corporales; usamos lentes, audífonos, micrófonos, llaves, alicates, pinzas, cuchillos, destornilladores, computadoras, cámaras fotográficas, bolígrafos... Y lo mejor es que a semejante posibilidad de “extensión” corporal corre paralelo un proceso según el cual a cada objeto le adjudicamos un valor y una historia unida a la nuestra. Así nos encariñamos con las cosas, nos enamoramos de ellas hasta el punto de guardarlas con el único fin de recordar lo que vivimos teniéndolas a nuestro alcance.

A diferencia de las imágenes religiosas (y a semejanza de algunas obras de arte), cada persona le adjudica su propia simbología a los juguetes. Por eso podríamos afirmar que estamos hablando de artefactos poéticos, de objetos cuyo sentido permanece abierto hasta que cada quien lo llena de significado en un espacio vital que tiene sus propias reglas en el juego.

Líneas atrás afirmamos que entre el arte y el juego existe una suerte de hermandad cifrada en que ambos alejan a la gente de ese complejo laberinto en línea recta que es la cotidianidad. Sin embargo, en el arte no existe con tanta fuerza (a no ser en los propios artistas) un sentido de contacto físico y de disfrute con respecto al propio objeto que genera la entrada a otro tiempo y a otras leyes. En cambio, en el juego, esa posibilidad existe y es, en muchos casos, obligatoria. Se juega con un balón, con una muñeca de trapo, con un avión o un barco a escala, con un peluche, con unos bloques de Lego, con un palo o con un guante de beisbol; se juega con lo que sea y se toca y se manosea y se soba y se manipula precisamente porque el juego consiste en hacer algo “nuevo” con eso que se tiene en las manos.

Digno de resaltar es que existan juegos capaces de convertir al propio cuerpo en juguete (¿qué otra cosa hace la gente cuando practica algún deporte o cuando juega a Policías y Ladrones o al Escondite?). Recomendable sería que los juguetes y la predisposición a jugar traspasaran el límite de la niñez, y se extendiesen a la vida entera como algo más que simples pasatiempos o como métodos para ganar dinero (a veces no muy santo que digamos), como pasa con los juegos de envite y azar.

Sin embargo, y a pesar de todo, hay adultos para los que los juguetes no dejaron de existir con el arribo de las arrugas y de los achaques. Para la gente que piensa así, la infancia es más un espacio cultural que un asunto de fechas y calendarios. En tal sentido, la mencionada continuidad se desarrolla en los términos de una operación nostálgica que transforma al juguete en una escultura, en una pieza para ser exhibida y contemplada como si fuera digna de un museo. De ahí que en los rincones más elocuentes de nuestras casas y oficinas descansen unos monstruos de plástico, unos superhéroes mudos mostrados a modo de algo más que simples trofeos adquiridos en la infancia. Quien colecciona muñecos para contemplarlos, generalmente los asume como esculturas, como piezas que, a pesar de tener una ergonomía para niños y una producción industrial, le despiertan algo, una curiosidad, una sensación extraña muy parecida a la que generan ciertas obras de arte. Quizás sea nostalgia, melancolía o una identificación estética con el juguete y su materialidad; tal vez se trate del recuerdo de cuando podíamos contener el mundo en nuestras manos o de cuando olíamos el maravilloso olor de esos artefactos en el momento en que eran nuevos y aparecían ante nuestros ojos guardados en sus respectivas cajas… Sea lo que sea, hay adultos que ven en ciertos juguetes lo mismo que ven en las obras de arte, y eso es importante en tanto supone una ampliación de lo que tradicionalmente llamamos “artístico”. A las esculturas clásicas las recorremos; a los juguetes los utilizamos, los ponemos a funcionar en nuestros juegos, los tocamos y le agregamos nuestra propia pátina de historias y desgaste. Quizás cuando colocamos a los juguetes en “situación de museo” en nuestras casas y oficinas no estemos enseñando tanto al juguete como a esa pátina que habla sordamente de nosotros.

A pesar de lo que creamos, la “esculturización” de los juguetes no representa la única manera en que estos objetos han trascendido al mundo de los adultos. Como los propios juguetes son concebidos para satisfacer unas necesidades específicas, nada tiene de extraño que el diseño industrial conciba decenas de artefactos de uso cotidiano adaptándoles premisas formales propias de los juguetes. Tal es la razón de que nuestro mundo esté repleto de aparatos cuyas formas recuerden los colores, las proporciones, los artilugios y hasta la magia de los objetos con los que jugábamos cuando éramos niños. De ahí que en el mercado haya coloridos condones, que en las tiendas de artículos para el hogar abunden cubiertos, manteles, abrelatas, vasos, botellas, vajillas y demás parafernalia, diseñados con esa estética siempre amable de los adminículos con los que pasamos las horas más alegres de nuestra niñez.

Como ya comentamos, manipular un juguete, o solazarse jugando, supone además el estímulo de infinidad de aptitudes. Nuestros movimientos, nuestras percepciones, y nuestra imaginación son distintos cuando jugamos; se amplían, se encienden, se hacen más ágiles. Por eso, y porque la alegría siempre vale la pena, hay que llevar la actitud del juego a flor de piel, convirtiendo el acto vital en una aventura, en un invento que nos permita entender, después de todo, que el fin del juego (y del arte) es ayudarnos a ver más allá de lo aparente y de lo normal.

En el juego y en el arte hay un trabajo sobre las formas que, al trasladarse a la propia vida, le dan una riqueza que la existencia, por sí sola, no tiene, a menos que nosotros se la demos. El arte y el juego estimulan que permanezcamos abiertos a todo, y eso es porque hacen de nuestro propio cuerpo un instrumento para llenar de sentido —de nuevos sentidos— nuestra experiencia vital. Así, la gente de todas las edades encontrará siempre su juguete y jugará y seguirá jugando con pistolas de agua, con carritos Matchbox, bicicletas, muñecas de trapo, triciclos, aviones a control remoto, rompecabezas, patinetas, libros, mazos de cartas, pelotas, computadoras, monitores, máquinas de pinball, lápices, papeles, peonzas, cámaras, escopetas y revólveres de mentira, disfraces, espadas, juegos de ajedrez, damas chinas, Ludo y Monopolio, amén de los “juguetes sexuales” con los que algunos adultos complementan su vida.

Lo importante de todo esto es jugar y llevar a flor de piel los datos de esa experiencia. Tal vez no la hagamos mejor, pero sí más divertida.

Contando Números

Carlos ZZ Zerpa


Para mi hijito Santiago

El UNO
es una flecha o mejor un arpón

El DOS
es como un cisne

El TRES
es una señora con una teta grande y otra pequeña

El CUATRO
es de Freddy Reyna

El CINCO
es el perfil de Alfred Hitchcock

El SEIS
es el ying en busca del yang

El SIETE
es una antena de techo para la televisión, una llave inglesa, o una uzzi

El OCHO
(toma tu bizcocho) es el infinito en vertical

El NUEVE...
pues es el yang

Y el CERO
de seguro es tu ombligo...