30 agosto 2006

Amor entre dos

Olga Cortéz


Maltratado y baboseado, Bubú, el muñeco, volaba sin poderlo evitar. Con sus manitas rígidas trataba de aferrarse a las cortinas, pero era en vano. Ya en el suelo, el hocico travieso de la cachorra lo apresaba y lo zarandeaba vigorosamente, hasta que lo lanzaba de nuevo al espacio. Cada vez que se elevaba, las vaporosas telas que danzaban al suave ritmo del viento, se alejaban más. Graciosas y coquetas, y sin pizca de compasión, comentaban entre sí:

-Ese chico no entiende nada. No nota que somos unas sutiles bailarinas, y no unas burdas tablas de salvación. Si necesita una, ¡que vaya y la busque en el mar!

El muñeco resistía bien los golpes; en cambio, no podía escapar a la influencia malévola del mareo. Su confortable mundo de juegos y descansos, giraba sin control.

-¡Ahí voy otra vez!- exclamaba el pobre, volando sin tener alas.

Boing boing, rebotó en el suelo. Su cuerpo de hule, noble y resignado, esperó a que su dueña lo bamboleara de nuevo. Para él, tan pequeño e indefenso, aquella criatura robusta y de tan largas orejas, tenía dimensiones de animal prehistórico. Afortunadamente, el lanzamiento fue tan fuerte, y el recorrido tan largo, que cayó entre las ramas de uno de los materos ubicados al otro extremo de la sala.

-¡Uf, Ojalá no me encuentre todavía! Así podré descansar un poco- se dijo, felicitándose por su golpe de buena suerte.

Sony era una basset hound realmente feliz. Desde que llegó a aquella casa, supo que sería la reina del hogar. La dulce orejona había enternecido a la humana con su típica mirada melancólica. Lo que ignoraba la joven cuando la adoptó, era la facilidad con que los basset hounds caen en el aburrimiento. No imaginó el torbellino que llevaba entre sus brazos.

Para salir de la rutina, Sony ladraba a los canarios. Asustados, estos volaban desesperados dentro de la jaula. Cuando se lo prohibían, ella corría por las habitaciones en una carrera endemoniada, llevándose por delante adornos y jarrones. Atraída por los muebles de madera, se detenía un momento y los roía con la destreza de un castor.

La reprimenda no se hacía esperar. Pero Sony, que no le hacía mucho caso a los regaños, huía hacia el cuarto, saltaba a la cama y continuaba su desfile de felonías. Almohadas, celulares, lentes y carteras sufrían las consecuencias de sus traviesas mordidas. Frente a tanta vitalidad, empezaron a comprarle juguetes, como esa pelota lisa y brillante, abandonada en cualquier lugar.

Al principio jugaba con ella, como hacían los gatos con los ovillos. La rodaba de un lado a otro, pero apenas la presionaba, la espantaba el chillido inesperado de un pito. Sorprendida, la cachorra daba pasos hacia atrás. Luego regresaba y volvía a pisarla. El sonido era tan irritante, que ya no le gustaba más y decidía jugar con otra cosa.

Tenía muchos juguetes; sin embargo, nada era tan fascinante como el tacón de un zapato indefenso o el control remoto sobre la mesa de noche. Pero cada día se hacía más difícil acercarse a ellos. Cansada de las mismas cosas, a veces no encontraba qué hacer.

-¡Guau, cómo me gustaría tener un hermano para jugar!- se decía.

Cuando ya nada la divertía, el mundo no era más que un enorme globo lleno de fastidio. Entonces, dejaba todo a un lado, se echaba sobre un sillón y se dormía para olvidar su soledad, hasta el día en que le trajeron al colorido y silencioso muñeco. Ella lo amó desde el primer momento.

Bubú se convirtió en su mejor compañero. Se les veía juntos en todas partes: debajo de las camas, sobre los muebles y tomando sol en el balcón. Después de arrastrarlo por todo el apartamento, de morderlo y babearlo, Sony lo ocultaba debajo de su pecho, quizás con el deseo de viajar con él por el mismo camino de los sueños. Se hicieron inseparables.

Por eso, cuando Bubú desapareció ese día, ella se sintió desconcertada. El muñeco no podía haberse desintegrado en el aire. Comenzó a buscarlo pacientemente, olfateando todos los rincones. Luego, en dos patas, revisó mesas y sillones. Después se asomó a la ventana porque temió que hubiera saltado a la calle. A la final, desesperada, recorrió las habitaciones gimiendo tristemente.

-¿Qué te pasa Sony?- preguntó la voz conocida.

Ella respondió quejándose con más fuerza. La humana, pensando que podía estar enferma, decidió llevarla a la clínica. En el camino, la orejona se asomaba a la ventanilla del carro y gemía y gemía. Para los expertos que entienden el singular lenguaje canino, ella sólo quería decir: “mi Bubuuu… mi muñequitooo…”.

El veterinario le revisó los colmillos, le escuchó el tamborileo del corazón y le apretó la panza. La miró a los ojos y le examinó las orejas. Le acarició el lomo y le habló cariñosamente, pero la basset hound seguía deprimida. Él se sentó, se acomodó los lentes, y se rascó la cabeza. La humana preguntó preocupada:

-¿Es tan grave, doctor?
-Al contrario. No hay entre mis pacientes mascota más saludable.

Mientras los dos la miraban intrigados, el asistente entró con una deliciosa chupeta canina en la mano. Cuando la vio, Sony se enderezó instantáneamente y comenzó a mover la cola. En un par de mordiscos olvidó su profunda pena. Salió del consultorio tan despreocupada como siempre.

De regreso, se asomó otra vez por la ventanilla. El aire refrescaba sus orejas de caramelo tostado. Pero ya en casa, cuando comprobó que Bubú no había aparecido, se tiró al suelo y recostó la trompa sobre sus patas delanteras. Tenía el firme propósito de no levantarse más y suspirar hasta desfallecer.

En la mañana, Bubú comenzó a preocuparse. Seguía en el mismo sitio. No era gracioso permanecer eternamente entre hojas e insectos. Su misión era divertir a la cachorra. Claro que esta era muy vigorosa, y a veces hasta latosa. Mas en la medida que el tiempo caminaba, comenzó a extrañarla. La noche sin ella le había parecido tenebrosa y llena de misterios. Prefería soñar bajo la protección tibia de su compañera juguetona. ¿Qué importaba un empellón de vez en cuando?

-Sony, aquí estoy. ¡Sácame, por favor!- rogaba Bubú en silencio.

Las plantas, pálidas y sedientas, perdían el verde de sus sonrisas. La humana se dio cuenta y comenzó a regarlas. Mientras los tallos agradecían la frescura del agua, ella les quitaba algunas hojas secas. En esa tarea estaba cuando encontró al pobre muñeco guindando de un pie. Inmediatamente lo rescató y lo limpió. Cuando Sony lo vio, comenzó a ladrar y a saltar en dos patas, evidentemente, emocionada. La voz, asombrada y divertida, exclamó:

-¡Ah, mi linda Sony, ya sé qué te pasaba!

Entonces, siguiendo la emoción de su dulce cachorra, la humana le lanzó a Bubú. Este, feliz como nunca, atravesó la distancia, como atraído por una estrella. Sony saltó para pescarlo en el aire. Fue un acto lleno de magia. Quedaron suspendidos en el espacio por un instante, el suficiente para que se miraran a los ojos y comprendieran el gran amor que existía entre los dos.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Que lindoooooooooo :-)

Cheli

7:18 p.m.  

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