30 agosto 2006

El alma de los juguetes

Roberto Echeto



Jugar es crearse una realidad paralela, un tiempo cualitativo en el que se puede ser lo que se quiera: un vaquero, un policía, una amorosa madre o un futbolista famoso y consumado. El juego es un espacio dispuesto para que la imaginación se desborde y podamos ver las cosas desde nuevas perspectivas. Los juguetes (al igual que los objetos artísticos) son los instrumentos que posibilitan el desdoblamiento del ser que se produce cuando fantaseamos. Imaginar es un acto muy complejo que responde a tantos estímulos en nuestro entorno que no habría palabras ni tiempo capaces de enumerarlos. De ahí que los juguetes sean tan importantes en nuestra vida. Ellos, de algún modo, son estímulos controlados que ponen en marcha habilidades y talentos que, sin los juguetes, quizás permanecerían ocultos.

Es curioso, pero sólo se nos permite jugar, ser “artistas”, tener miradas muy particulares del mundo y hacer las conexiones intelectuales o lingüísticas que se nos vengan en gana, cuando somos niños. Es un lugar común creer que con la infancia viene un paquete de maravillas que expira cuando llega la adultez y nos volvemos serios y no queda más remedio que afrontar ceñudamente los rigores de la vida, sin importar si esa seriedad rinde verdaderos frutos o si sólo se trata de un parapeto que viene con las canas. Para no morir de aburrimiento ni de otros males filosóficos, habría que asumir con modestia que la vida entera vale la pena si se asume con la misma seriedad con la que los niños emprenden un juego cualquiera. Recuperar ese ensimismamiento que alguna vez sentimos al jugar con una muñeca o con veinte soldaditos de plástico sería lo más valioso que podría pasarnos en un momento como el que vivimos, signado por la banalidad y la estulticia institucionalizada.

En apariencia, el juego es una actividad sencilla que no requiere de mayores estímulos. Es fácil creer que nuestra imaginación es un animal que vive en nosotros una vida propia e independiente que se mueve y se reproduce sola sin nuestro concurso, como si a veces ella nos llevara hacia donde su voluntad quisiera. Lo delicioso de los juguetes es que son los primeros artefactos de nuestra vida que nos ayudan a acotar el acto imaginativo, a ponerle riendas a esa bestia silenciosa que por naturaleza tiende a la dispersión. Los juguetes no sólo acotan el acto imaginativo, también estimulan la posibilidad de hacer de ese acto un hecho consciente que permita una mirada oblicua a las cosas, a los problemas, al mundo. De ahí que sean instrumentos tan importantes, tan diseñados, tan provistos de variedad y lecturas.

Otro de los elementos que rodean al juguete, y que le dan su importancia en el ordenamiento de la cultura, es la responsabilidad que tiene cada uno de esos artefactos a la hora de objetivar nuestra propia individualidad. Jugamos con los juguetes a lo que de algún modo somos y a lo que de algún modo deseamos ser. Ni siquiera el que toma una piedra como parte de sus juegos deja de realizar una operación simbólica por medio de la cual su propia humanidad se extiende a las cosas, convirtiéndose por obra y gracia del juego en ellas. ¿Qué niña no ha jugado a “ser” la madre desenvuelta de una muñeca o la Barbie hermosa con la que pasa las horas muertas y los ratos de ocio? ¿Qué niño no ha convertido su soldado de plástico o su pista de carritos en una extensión de su propio afán de acción, de su propia violencia reprimida?

A simple vista parece raro, pero ese proceso en el que la propia individualidad se extiende hacia los juguetes es un simulacro de cómo en la adultez los seres humanos nos vemos en la obligación de extendernos hacia otro tipo de objetos que complementan nuestro cuerpo. Cuando somos adultos, usamos herramientas de toda clase para amplificar nuestras capacidades corporales; usamos lentes, audífonos, micrófonos, llaves, alicates, pinzas, cuchillos, destornilladores, computadoras, cámaras fotográficas, bolígrafos... Y lo mejor es que a semejante posibilidad de “extensión” corporal corre paralelo un proceso según el cual a cada objeto le adjudicamos un valor y una historia unida a la nuestra. Así nos encariñamos con las cosas, nos enamoramos de ellas hasta el punto de guardarlas con el único fin de recordar lo que vivimos teniéndolas a nuestro alcance.

A diferencia de las imágenes religiosas (y a semejanza de algunas obras de arte), cada persona le adjudica su propia simbología a los juguetes. Por eso podríamos afirmar que estamos hablando de artefactos poéticos, de objetos cuyo sentido permanece abierto hasta que cada quien lo llena de significado en un espacio vital que tiene sus propias reglas en el juego.

Líneas atrás afirmamos que entre el arte y el juego existe una suerte de hermandad cifrada en que ambos alejan a la gente de ese complejo laberinto en línea recta que es la cotidianidad. Sin embargo, en el arte no existe con tanta fuerza (a no ser en los propios artistas) un sentido de contacto físico y de disfrute con respecto al propio objeto que genera la entrada a otro tiempo y a otras leyes. En cambio, en el juego, esa posibilidad existe y es, en muchos casos, obligatoria. Se juega con un balón, con una muñeca de trapo, con un avión o un barco a escala, con un peluche, con unos bloques de Lego, con un palo o con un guante de beisbol; se juega con lo que sea y se toca y se manosea y se soba y se manipula precisamente porque el juego consiste en hacer algo “nuevo” con eso que se tiene en las manos.

Digno de resaltar es que existan juegos capaces de convertir al propio cuerpo en juguete (¿qué otra cosa hace la gente cuando practica algún deporte o cuando juega a Policías y Ladrones o al Escondite?). Recomendable sería que los juguetes y la predisposición a jugar traspasaran el límite de la niñez, y se extendiesen a la vida entera como algo más que simples pasatiempos o como métodos para ganar dinero (a veces no muy santo que digamos), como pasa con los juegos de envite y azar.

Sin embargo, y a pesar de todo, hay adultos para los que los juguetes no dejaron de existir con el arribo de las arrugas y de los achaques. Para la gente que piensa así, la infancia es más un espacio cultural que un asunto de fechas y calendarios. En tal sentido, la mencionada continuidad se desarrolla en los términos de una operación nostálgica que transforma al juguete en una escultura, en una pieza para ser exhibida y contemplada como si fuera digna de un museo. De ahí que en los rincones más elocuentes de nuestras casas y oficinas descansen unos monstruos de plástico, unos superhéroes mudos mostrados a modo de algo más que simples trofeos adquiridos en la infancia. Quien colecciona muñecos para contemplarlos, generalmente los asume como esculturas, como piezas que, a pesar de tener una ergonomía para niños y una producción industrial, le despiertan algo, una curiosidad, una sensación extraña muy parecida a la que generan ciertas obras de arte. Quizás sea nostalgia, melancolía o una identificación estética con el juguete y su materialidad; tal vez se trate del recuerdo de cuando podíamos contener el mundo en nuestras manos o de cuando olíamos el maravilloso olor de esos artefactos en el momento en que eran nuevos y aparecían ante nuestros ojos guardados en sus respectivas cajas… Sea lo que sea, hay adultos que ven en ciertos juguetes lo mismo que ven en las obras de arte, y eso es importante en tanto supone una ampliación de lo que tradicionalmente llamamos “artístico”. A las esculturas clásicas las recorremos; a los juguetes los utilizamos, los ponemos a funcionar en nuestros juegos, los tocamos y le agregamos nuestra propia pátina de historias y desgaste. Quizás cuando colocamos a los juguetes en “situación de museo” en nuestras casas y oficinas no estemos enseñando tanto al juguete como a esa pátina que habla sordamente de nosotros.

A pesar de lo que creamos, la “esculturización” de los juguetes no representa la única manera en que estos objetos han trascendido al mundo de los adultos. Como los propios juguetes son concebidos para satisfacer unas necesidades específicas, nada tiene de extraño que el diseño industrial conciba decenas de artefactos de uso cotidiano adaptándoles premisas formales propias de los juguetes. Tal es la razón de que nuestro mundo esté repleto de aparatos cuyas formas recuerden los colores, las proporciones, los artilugios y hasta la magia de los objetos con los que jugábamos cuando éramos niños. De ahí que en el mercado haya coloridos condones, que en las tiendas de artículos para el hogar abunden cubiertos, manteles, abrelatas, vasos, botellas, vajillas y demás parafernalia, diseñados con esa estética siempre amable de los adminículos con los que pasamos las horas más alegres de nuestra niñez.

Como ya comentamos, manipular un juguete, o solazarse jugando, supone además el estímulo de infinidad de aptitudes. Nuestros movimientos, nuestras percepciones, y nuestra imaginación son distintos cuando jugamos; se amplían, se encienden, se hacen más ágiles. Por eso, y porque la alegría siempre vale la pena, hay que llevar la actitud del juego a flor de piel, convirtiendo el acto vital en una aventura, en un invento que nos permita entender, después de todo, que el fin del juego (y del arte) es ayudarnos a ver más allá de lo aparente y de lo normal.

En el juego y en el arte hay un trabajo sobre las formas que, al trasladarse a la propia vida, le dan una riqueza que la existencia, por sí sola, no tiene, a menos que nosotros se la demos. El arte y el juego estimulan que permanezcamos abiertos a todo, y eso es porque hacen de nuestro propio cuerpo un instrumento para llenar de sentido —de nuevos sentidos— nuestra experiencia vital. Así, la gente de todas las edades encontrará siempre su juguete y jugará y seguirá jugando con pistolas de agua, con carritos Matchbox, bicicletas, muñecas de trapo, triciclos, aviones a control remoto, rompecabezas, patinetas, libros, mazos de cartas, pelotas, computadoras, monitores, máquinas de pinball, lápices, papeles, peonzas, cámaras, escopetas y revólveres de mentira, disfraces, espadas, juegos de ajedrez, damas chinas, Ludo y Monopolio, amén de los “juguetes sexuales” con los que algunos adultos complementan su vida.

Lo importante de todo esto es jugar y llevar a flor de piel los datos de esa experiencia. Tal vez no la hagamos mejor, pero sí más divertida.

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

La vida es una sola jugadera y quien no tiene juguetes esta condenado a volverse loco.

Estupendo ensayo.

1:20 p.m.  
Blogger carloszerpa said...

Hablando sobre muñequitos de plástico…
Carlos Zerpa
Valencia Venezuela 2006

En la pared frontal de mi taller de arte hay un perrito al que se le mueven las patas y un hombrecito como luchador de “Sumo”, hechos de una madera casi blanca, están desteñidos por el tiempo, como si fuesen los viejos juguetes de un niño japonés, también hay un luchador de lucha libre en plástico, volando como si fuese Superman; tanto el perrito como el hombrecito, son juguetes japoneses de madera, tallados a mano, en verdad muy antiguos, el hombrecito regordete estaba en un clavito, en la pared del cuarto que renté cuando llegué a vivir por primera vez a Nueva York en 1981, alguien lo dejó olvidado y por eso lo hice mío, desde entonces ha estado en todos los talleres que he tenido desde ese momento, el perrito lo compré en Soho unos años después, me lo vendió un hombre en la calle en una especie de mercado de pulgas, al verlo me di cuenta de inmediato que ese perrito era el compañero ideal de mi muñequito japonés… el luchador volador con capa y mascara rojas es de la lucha libre mexicana, se llama “Mil Mascaras”, lo compré en el mercado de Sonora en México, en el mismo puesto donde he comprado mis mascaras de lucha, la de Rayo de Jalisco, la de Huracán Ramírez y la plateada del Santo.
Todavía me gusta jugar con muñequitos… Aún de vez en vez juego con mi hijo de seis años, me encanta poner en pie todos sus monstruos y ver a Venon, Drácula, Hell Boy, Predator, los X Man y los Pokemones al lado del robot “Arturito”, de “Yoda”, de la Mole y de Godzilla.
La verdad es que tengo un culto un tanto fetichista hacia los muñecos, de hecho aun conservo un veintena de cuando yo era niño, los guardo en una caja de madera que me regaló mi madre y siempre se los he prestado a mis hijos cuando son chicos, ofreciéndoselos como si fuese la caja de Pandora… Los veo directo a los ojos y les digo ¿Quieres jugar con los juguetes con los que yo jugaba cuando era niño? Y mis tres hijos en su debido momento han jugado con ellos devolviéndoles la vida a esos juguetes viejos, en esa cajita de madera hay un burrito morado ya hecho pedazos, una zebra de plomo, un caballito blanco y negro que se llama “Pinto” como el caballo del indio compañero del Llanero Solitario, y otro marrón que se llama “Furia” por aquella yegua de la serie televisiva infantil del niño llamado Joy, que le salvara la vida y que era la única persona que la montaba, tengo a la vaquerita Dale Evans, a un esqueleto verde, a un mexicanito regordete, una niña bicéfala, tres balas de plata del Llanero Solitario, un espantapájaros, un serrucho amarillo, un pote con las espinacas de Popeye, tengo varios monitos, a Bamby, al Topo Gigio, a una mano de esqueleto morada que tiene en su palma una calavera, unos cochinitos negros de plomo, un conejo y un patito tejidos que se vinieron de la China, pistolitas, barrilitos grises que dicen “ron”, sillas de montar, a Rin tin tin, a Pluto, a Lassie, a un perro salchicha, a un árbol y una que otra cosa del rancho de Roy Rogers o del pueblo del Marschal Dillon, el de “La ley del revolver”. Recuerdo como jugaba con ellos, casi siempre lo hacia en solitario y en un completo silencio, con mi loro “Lorenzo” que daba vueltas y vueltas alrededor mío como un guardián, cuidándome, protegiéndome… Otras veces lo hacia con mi primito Willmer Ramos, jugábamos a construir un rancho uniendo sus juguetes y los míos, nos pasábamos todo un día y a veces dos o tres armando los espacios y potreros con los toros de largas cornamentas, vacas, caballos, hombrecitos, vaqueritos, los indios, los soldaditos, perros, ovejas y hasta tigres y gorilas, hacíamos el pueblo, el rancho, la cantina, y todo lo que se puedan imaginar… El placer estaba en armar todo en el piso, armar esas instalaciones con cientos de muñequitos, en eso consistía el juego, luego o nos cansábamos de armar todo eso y los guardábamos en sus cajas o venían nuestros hermanos mayores siempre jodièndonos y desbarataban todo lo que habíamos hecho en cuestión de segundos… los muy grandes carajos.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces pero aún sigo comprando muñequitos, se los compro a mis hijos y les inculco el placer de una figura bien hecha o de un personaje clave, ellos tienen muchísimos muñequitos, cientos de ellos que les he regalado a través de los años o que les he traído de mis viajes, hace poco le regalé a Sebastián mi hijo menor, un muñequito verde que conseguí en un mercado de pulgas en Ecuador, era “El Monstruo de la Laguna Negra”, maravilloso, copia exacta al monstruo de la vieja película, le regalé también a “Gollum” ese ser poseído por el mal y obsesionado por el anillo maléfico en la película del Señor de los Anillos y un “Pinocho” vestido de blanco cual arlequín, al cual con tan solo tocársela le crece la nariz, a Santiago que ahora tiene 16 años entre muchos otros muñequitos, le regalé hace unos años a “Demon” el cantante y guitarrista de larga lengua del grupo de rock “Kiss”, él también tiene en su cuarto sobre el librero, a “Jack Skeleton” de la película “The Nightmare Before Christmas”, un Godzilla enorme, el dragón azul de He Man y un baúl lleno de “Spowns” y “Transformers”.
Yo también tengo mis muñecos que compro solo para mi, tengo a “Bruce Lee” sobre el monitor de mi computadora vestido como en La película “Enter the Dragon”, tengo a un muñequito amarillo con cabeza de tornillo y en la biblioteca tengo a James Bond en smoking tropical apuntando con su pistola al santo venezolano José Gregorio Hernandez, Ja, ja, ja, ja…
Pienso seguir adquiriendo muñequitos, creo que lo haré por el resto de mi vida, cada vez que pase por un lugar en donde estén y uno de ellos me vea con esos ojos de “llevameeeee contigoooooo!!!!!!!!” de seguro lo compro y me lo traigo a casa, de hecho ando tras la búsqueda de unos cuantos que me encantaría tener, como por ejemplo a Brandon Lee como “El Cuervo”, a “Edward Scissor Hands”, a Marilyn Manson”, a “Nosferatu”, a “Santo el Enmascarado de Plata”, a “Blue Demon”, a “Peewee Herman”, a “Klaus Nomi”, a Bruce Lee como “Kato”, a “Jesús de Nazareth” pero con un látigo en la mano, al “Pingüino” y al “Guasón” esos archienemigos de Batman, a “Hannibal Lecter” a todos los guerreros de la película “The Warriors” y moriría por tener una figura de “Frank Zappa” tocando guitarra.
Pero entre las mil maravillas que tenemos en casa o que han pasado por mis manos, la pieza mas extraña en esta inmensa colección de muñequitos, es una que un día me regaló mi amigo mexicano Melquíades Herrera en el “Bar el Nivel” en México DF, es una muñequita miniatura de goma de no mas de un par de centímetros de tamaño, que no era otra, que la reproducción de la monumental figura de piedra de “La Coatlicue” que se conserva en el Museo Nacional de Antropología de México… su cara está formada por dos serpientes dentadas, su collar incluye manos, corazones y una calavera; los dedos de las manos y los pies son garras y se alimenta solo de los mortales… Una verdadera joyita, que ahora forma parte de los juguetes que mi hijo Sebastián guarda en una pequeña caja de metal con forma del sarcófago egipcio.
Pero hay algo que pueden dar por sentado, y es que el único muñequito que jamás de los jamases entrará a mi casa es uno llamado “Chucky”…Ni de vainaaaaaaaaa!!!!!!

2:59 p.m.  
Blogger Unknown said...

Que hermosa esa relación de arte y juguete. La importancia de la imaginación y como podemos ser capaces de vivir una cotidianidad diferente con solo ensimismarnos y tocar con nuestras manos, con nuestras palabras, especialmente con nuestra mirada ese mundo de "afuera" como una plastilina con la cual construimos nuestro propio mundo interno y precisamente así somos capaces de contener el mundo en nuestras manos.
Me encanta todo lo que escribiste, te siento mucho.

11:02 p.m.  

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